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VARANASI, CIUDAD SAGRADA

Cuando uno oye Varanasi lo primero que le viene a la mente es el Río Ganges y las piras funerarias.
Varanasi es mucho más que eso. Varanasi es un lugar sagrado, de peregrinación para miles de hinduistas que van a sumergirse en las aguas del Ganges en una suerte de expiación de pecados cometidos en esta vida y en todas las anteriores.
La religión es indudablemente, en su mayoría, cosa de pobres, de desfavorecidos, de gente sin pasado, presente y mucho menos futuro.
Cuando uno llega a Varanasi debe desnudar su mente, dejarla virgen, sin prejuicio, entender que todo lo que vea, oiga, huela o sienta, ha sido así por siglos.
Varanasi es una ciudad tan vieja que no tiene edad. Es una ciudad que acoge a vacas sagradas que campan a sus anchas por las estrechas calles, que defecan, que comen cualquier atisbo de basura que el peregrino hambriento tira a la calle, calle que actúa como un enorme vertedero del que también se alimentan perras callejeras preñadas, cachorros desvalidos, perros ávidos de sexo, monos y cuervos carroñeros que proliferan alrededor de los desperdicios.
Los habitantes de Varanasi se mezclan con los turistas y los peregrinos que a diario inundan sus calles, siendo conscientes del poder de atracción que supone el Ganges.
En medio del culto, de la entrega exagerada a lo religioso, de los cuerpos semidesnudos de hombres y mujeres que sin ningún pudor se sumergen en las aguas del río, está el truhán, el pícaro que parece sacado de una novela española del siglo de oro, el timador, el que engaña por cuatro duros sabiendo que eso forma parte de la vida.
En Vanarasi la vida y la muerte se dan la mano.
Entre piras funerarias, en medio del duelo, hombres de la casta más baja se afanan por recorrer los escalones empinados cargados de madera que llevan a una montaña de troncos y que sirven para alimentar el fuego que devorará los cadáveres de aquellos privilegiados que pudieron pagar su pasaje a la redención. Estos hombres, mayores o quizás sólo es la apariencia, cansados, sin que nadie les preste atención, se afanan en hacer su trabajo lo más decente posible mientras mueren poco a poco al calor de las hogueras.
Uno contempla la escena con dolor, no por el que se ha ido, que ya no está, sino por el que queda y sufre una penitencia nada deseable.
En medio de todo esto aparece el " Lazarillo de Tormes" en versión India a ofrecerte todo tipo de drogas, y es entonces cuando empiezas a entender aquella frase de Marx ; "La religión es el opio del pueblo"
Todo aquel intento de desnudar la mente, de entregarse a la situación sin prejuicios, se disipa por unos momentos y empiezas a ver una escena decadente en la que como siempre el que sale perdiendo es el pobre, que con su ignorancia recibe al turista occidental como testigo de cargo, cámara en mano y su filosofía barata de que todo lo que ve es maravillosamente espiritual y que en un intento de comulgar con ello, se abandona a la vida contemplativa, porro en mano, rastas sucias, flauta y perro callejero que acoge en su seno.
Pero al final vuelves a desnudar la mente porque decides que es mejor así, porque decides no juzgar y respetar todo aquello que pasa, todo aquello que otros deciden, y lo único que te queda es elegir qué parte de todo esto te pertenece y que parte nada tiene que ver contigo, es entonces cuando te das cuenta de que todo lo que necesitas está en ti, de que todo lo que te hace feliz, te redime o te libera lo llevas dentro y eres tú el único capaz de juzgarte, de salvarte o de quemarte en la hoguera de las vanidades.

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